Cinco jóvenes mujeres, sobrevivientes de redes de trata declararon, en el juicio que culminó el martes con una vergonzosa sentencia absolutoria, que vieron a Marita Verón en distintos burdeles de La Rioja, donde ellas mismas estuvieron cautivas y sufrieron todo tipo de vejámenes. Lloraba en todo momento, con las pupilas dilatadas. No tenía equipaje. Les comentó que tenía una hija de tres años llamada Micaela, que ella tenía el nombre artístico de Lorena. Una de las víctimas rescatadas la vio con peluca de cabellos rojos y con lentes de contacto. Contaron que cuando los proxenetas se enteraban –por filtraciones policiales– de que podía haber un allanamiento, a Marita la sacaban del burdel y la llevaban para otro lado.
El martes próximo se conocerán los fundamentos del fallo. Se podrá entender un poco más sobre el resultado de un juicio oral y público que demandó diez meses y convocó a más de un centenar de testigos, pero cuya investigación judicial llevó una década. ¿Cómo ponderaron los jueces la prueba testimonial? Esa es la gran pregunta. En el juzgamiento de delitos complejos –como la trata–, y como ocurre en la investigación de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar, los estándares probatorios se flexibilizan cuando no hay otro tipo de prueba y se ponderan el contexto en el que sucedieron los hechos, los indicios. Tal vez no existían pruebas suficientes para determinar cómo fue secuestrada Marita, por las deficiencias en la instrucción del caso. Pero Marita fue vista –según declararon varias víctimas de trata– en distintos prostíbulos riojanos, regenteados por Irma “Mamá Lili” Medina y sus hijos, José “Chenga” Gómez y Gonzalo “Chenguita” Gómez, tres de los trece imputados absueltos. Y antes, semanas después de su desaparición, en mayo de 2002, en la casa de Daniela Milhein, acusada de dedicarse a reclutar chicas para ser explotadas en los prostíbulos.
Los proxenetas que esclavizan a muchachas para explotarlas sexualmente convierten a las mujeres en mercancías, las cosifican: son objetos que pueden comprarse y venderse. Las despersonalizan a fuerza de violaciones, dosis de droga y otros malos tratos y torturas, para “ablandarlas” y que sean dóciles ante los clientes-prostituyentes. Ser escuchadas por un tribunal es el primer paso para empezar a recuperar su condición de sujetos, de ciudadanas con derechos. Es el primer paso para poder sanar tantas heridas. El hecho de que sus palabras no sean creídas las revictimiza. Y tiene un efecto disciplinador hacia otras sobrevivientes que pueden aportar datos valiosos para perseguir el delito de la trata. A partir de este fallo, preferirán el silencio: para qué exponerse a que los proxenetas se venguen con sus hijos, como siempre las amenazan, pensarán muchas.
Ayer uno de los abogados de la Fundación María de los Angeles que representaron a Susana Trimarco en el juicio, Carlos Garmendia, recibió múltiples mensajes de apoyo en su celular, como todas aquellas personas vinculadas con el caso. Pero el que más conmovió a Garmendia fue enviado por una joven rescatada de un prostíbulo en Catamarca, que no conoció a Marita, nunca la vio, ni declaró en el juicio: “Doctor, después de lo que hizo la Justicia ayer, me doy cuenta de que es una mierda, que para ellos somos unas putas y nada más. Fuerza doctor y hoy todos somos Marita”, le escribió la chica. Unas putas y nada más. ¿Quién le cree a una puta? Ese parece ser el nudo del veredicto.
Por último: se observa en la sociedad una generalizada indignación ante la sentencia que dejó en libertad a todos los imputados. Valdría la pena recordar que si hay trata de mujeres es porque hay muchos varones de esta misma sociedad que pagan por esos cuerpos esclavizados y otros varones –funcionarios públicos, de fuerzas de seguridad, del poder político y de la corporación judicial– que amparan esas mafias.
Hoy somos todas Marita.
FUENTE: Página 12 - Por Mariana Carbajal
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