- Muy pocas víctimas de la explotación sexual logran escapar de la mafia y retomar la vida común
- Ni las operaciones policiales ni los procesos judiciales les ayudan a romper las cadenas
Una mañana, Marcela se despertó en otra cama. Sábanas limpias. Se desperezó y pensó en las últimas horas. Había llamado al teléfono de emergencias en mitad de la noche. No podía escapar del club porque estaba en medio de la carretera, en ninguna parte. Los trabajadores de la ONG fueron a buscarla en coche. Las únicas posesiones que se llevó en la huida eran lo que tenía puesto. Cuando salió del prostíbulo todavía le escocían los golpes del proxeneta. “Se acabó la violencia”, pensó, y cerró la puerta.
Pasó seis meses en ese primer piso de acogida. “Empecé a sentirme acompañada. Antes vivía rodeada de 50 mujeres y estaba muy sola. Tiraba de alcohol y drogas para salir adelante”. Todo había comenzado un año antes, en 2005, cuando Marcela, hoy con 34 años, llegó de Brasil animada por una vecina que le propuso un trabajo en España con el que ahorrar para terminar sus estudios de derecho. “Me dijeron que iba a cuidar niños. El viaje fue de São Paulo a Francia y Vigo, y después en furgoneta hasta Portugal. Al llegar me quitaron el pasaporte y me dijeron que les debía 5.000 euros. Me prostituyeron en clubes de Portugal y luego de Sevilla, todos del mismo dueño. Me llevaron a Madrid y hubo una redada en mi prostíbulo. Nos tenían aleccionadas para que dijéramos que estábamos allí voluntariamente y nos amenazaban con atacar a nuestras familias. Así que no conté nada y en cuanto salí del calabozo volví al mismo sitio a hacer lo mismo. No veía alternativa”. Durante ese tránsito, Marcela tuvo su primer contacto con APRAMP, una asociación de ayuda a víctimas de explotación sexual. “Al principio no me fiaba, pero me ofrecieron asistencia sanitaria y empezamos a hablar”, cuenta en conversación telefónica.
Hasta que el día en el que arranca este relato recibió una paliza. “Me dije: ‘Hasta aquí’, y llamé”. Iniciaba un camino que desde la distancia se ve tan empinado como el de la propia explotación: la dura convivencia con mujeres nerviosas, heridas; digerir recuerdos y humillaciones; buscar trabajo con un decreto de expulsión pendiendo sobre la cabeza desde su paso por el calabozo. El proceso psicológico duró tres años. “Cuando vi que podía hablar de ello sin llorar, me di cuenta de que lo había asimilado”. Su primer trabajo fue cuidando ancianos, y ahora, después de cinco años de formación como mediadora social, cada noche recorre con la unidad móvil de APRAMP los polígonos industriales, clubes y pisos invisibles por los que penan las víctimas de trata. Les explica cómo se da el portazo.
De las miles de mujeres con las que he trabajado, habrá logrado salir apenas una docena”, comenta un policía
La sofisticación de la industria sexual ha creado un mercado mundial de 11 millones de explotadas, según la ONU. Un estudio de Eurostat sobre trata publicado el viernes asegura que entre 2008 y 2010 las víctimas aumentaron el 18%. Las noticias sobre operaciones policiales contra la trata en España, uno de los principales receptores de mujeres llegadas con engaños y abusos de todos los rincones pobres del planeta, se detienen en la foto fija de los proxenetas esposados. The end. Pero ese efecto cinematográfico no se da en la vida de las mujeres. La mayoría, como ocurrió con Marcela tras su redada, vuelven al día siguiente al club, desorientadas en un mundo del que desconocen las reglas: ¿dónde se busca trabajo?, ¿qué me va a hacer la policía si me encuentra sin papeles?, ¿quién va a ayudar a una puta? Otras se lanzan a la libertad saltando barreras administrativas y miedos. Miedo como el que ha paralizado a importantes testigos de la operación que hace unas semanas desarticuló en Andalucía una red que explotaba a 400 mujeres. La investigación concluyó con 52 imputaciones y el cierre de seis clubes. Los 10.000 folios del sumario del caso desvelan un universo violento y retorcido. Un negocio de carne con sucursal en Brasil.
Y al final de la cadena, mujeres, algunas sin papeles, que debían dormir en el club, en las mismas habitaciones en las que tenían relaciones sexuales y rodeadas de gorilas y mamis. Los jefes las amenazaban con domesticarlas “a palos” y les obligaban a acostarse con ellos, y cuando lo hacían con un cliente, el dinero del primer encuentro iba íntegro al club. Trabajaban 12 horas diarias y debían abonar 50 euros por descansar cuando menstruaban y entre 150 y 200 por abandonar el recinto. Pese a todos estos horrores, las testigos protegidas han comenzado a vacilar en su primera declaración, algo frecuente con los proxenetas. Esas mujeres han sentido el tirón de las cadenas invisibles que describen las protagonistas de este reportaje.
Las prostitutas a las que Marcela logra convencer para que escapen de las mafias acaban pasando por las oficinas de su ONG. La asociación tiene en el centro de Madrid un taller en el que aprenden costura ejecutando arreglos para boutiques del barrio. Un martes de marzo, una asistente social acompaña a las alumnas, la mayoría testigos en protección, mientras diseñan delantales. Una de ellas tiene 14 años; otra, 16, como muestra de que las redes están tratando con víctimas muy jóvenes (“es lo que está de moda”, cuenta Marcela; “en mi época éramos las brasileñas, pero ahora el mercado de carne pide esto”). Mientras las máquinas de coser traquetean, se puede visitar la sala de cursos, vacía. Está forrada de murales con dibujos de apariencia infantil. En uno se ven dos monigotes: uno femenino y el segundo masculino con un cuchillo y un bocadillo que dice “mátala”. Otro mural identifica los alimentos con vitaminas y minerales. Ana Delgado, la trabajadora social, explica que tratan con mujeres de perfiles heterogéneos: “Algunas llegan muy formadas, pero hay otras que tienen que aprender todo desde cero. Han vivido aisladas, y al romper se encuentran con un país, un idioma y una vida que desconocen”.
Los cursos que imparte la asociación (castellano, cuidados geriátricos, costura…) son una toma de contacto con la formación profesional, pero también una terapia. “En los talleres aprenden a no frustrarse y adquieren disciplina y horarios, que a veces les cuesta mucho. Como conocemos su situación, sabemos que hay que ser flexibles”, cuenta Delgado, detallando lo elástico que es el concepto de flexibilidad: “Algunas que llegan con la unidad móvil tienen cargas y facturas, y al principio siguen en la calle, con lo que eso implica”. Unas 40 asociaciones trabajan con víctimas de trata en todo el país. Sus prestaciones son confidenciales y gratuitas, e intentan ofrecer un servicio integral que comprende alojamiento, tratamiento psicológico, de inserción sociolaboral y asesoría jurídica. El proceso dura hasta año y medio.
La ley establece un periodo de reflexión para que la víctima denuncie. Solo 98 de 763 lo hicieron en 2011
Las mujeres llegan por vías diferentes: las mediadoras, los servicios sociales, policía, hospitales y, en casos excepcionales, por clientes de prostíbulos que detectan que son explotadas.
El proceso mediante el que la policía identifica a una víctima es el más fácil de explicar por su carácter rutinario. Tras una intervención, por ejemplo en un club de carretera, los agentes de la Unidad Central contra las Redes de Inmigración y Falsedades Documentales (UCRIF) pasan entrevistas individuales de tres o cuatro minutos a las prostitutas. Un apartado del cuestionario en el que reseñan los indicios de trata que han apreciado revela la dureza de los casos. Además del miedo o la mentira compulsiva, uno de los indicios más visibles es la “dificultad para caminar o sentarse, lesiones, desgarros, magulladuras en los órganos sexuales, irritación del área anogenital”, o en menores, “conductas y conocimientos sexuales impropios para su edad, como conductas sexualmente obsesivas o seductoras”. Aun con indicios, la identificación es muy difícil si la mujer niega los hechos. En 2011, 14.730 fueron consideradas posibles víctimas de trata, pero solo se llegaron a identificar 1.082, según el Ministerio de Interior.
Incluso las identificadas suelen negarse a presentar una denuncia. Lo hagan o no, la ley ofrece a toda víctima un periodo de reflexión (un mes renovable por un segundo) para decidir si colabora con la policía. Como la inmensa mayoría son extranjeras, denunciando acceden a los beneficios que acuerda el artículo 59 bis de la Ley de Extranjería a quienes colaboran con la justicia: permiso de residencia y trabajo. Aun así, de 763 periodos de reflexión ofrecidos en 2011, solo los aceptaron 98 mujeres.
Dado que la denuncia abre un mayor abanico de posibilidades de inserción, las ONG suelen recomendarla, pero no siempre. “A veces no es lo más adecuado. Nosotras asesoramos sobre las ventajas e inconvenientes, y algunas mujeres consideran que no es lo adecuado para ellas”, explica una trabajadora de la asociación catalana SICAR. Colaborar con la policía no solo puede suponer un calvario de interrogatorios y recaídas anímicas. También entraña peligros, especialmente para los familiares que quedan en el país natal de las víctimas a merced de los tentáculos locales de las mafias.
Frustración y reveses
Los esfuerzos para generar confianza en las mujeres y animarlas a denunciar sufren un revés cada vez que se conocen hazañas como las de José Manuel Pulleiro Núñez, el violento jefe del club La Colina y uno de los implicados del caso Carioca. Hace unos días volvió a prisión después de que la juez Pilar de Lara dictaminase que había utilizado sus cuatro meses de libertad condicional para ir visitando a las mujeres que declararon contra la trama mafiosa que en Lugo hermanaba a guardias civiles, policías y proxenetas. Pulleiro no ha sido el primero en acosar a testigos del caso. Desde el primer día, las extrabajadoras del burdel han recibido amenazas. Muchas han regresado a sus países de origen, y otras, a la vida de club.
Luis se ha topado con más de una historia como esta. Luis es el seudónimo tras el que se oculta un miembro de la UCRIF en Madrid. En su trabajo ha aprendido lo intensa que puede ser la palabra frustración. Ha visto disminuidas psíquicas esclavizadas por familiares; ha descubierto que, para dominarlas mejor, los proxenetas prefieren a mujeres vulnerables, las más pobres, las que tienen un hijo enfermo; ha comprendido que las chinas o las nigerianas amenazadas mediante vudú se niegan a denunciar por terribles que sean los abusos; ha visto compañeros que perdían testigos a las que las mafias chantajeaban enviándoles vídeos de violaciones de amigas; ha participado en redadas en locales con 200 mujeres de las que no ha salido ningún testigo. Luis habla, y sus palabras suenan llenas de desencanto. “Y eso que ahora estoy más positivo, pero hay épocas en las que es muy duro”, cuenta frente a un menú de bar. “Algunos juzgados pasan de estas operaciones porque requieren muchísimas escuchas y permisos y los colapsan. También hay casos que se basan en el testimonio de una chica que después de tres años se echa atrás cuando se rompe el secreto procesal y teme represalias”.
No se ha implantado aún la norma europea que declara innecesario que haya denuncia para asistir a la mujer
Luis coincide con el resto de entrevistados en que la ley de protección de testigos hace aguas, pero cree que sigue siendo otra vulnerabilidad la gran razón de que demasiadas mujeres se queden paradas frente a la puerta de la jaula abierta. Algunas han vivido tanto tiempo aisladas entre las paredes del club que temen hasta alejarse unos pasos de él. “El amor también las hace vulnerables. A muchas sus proxenetas las trajeron con engaños románticos o las mantienen atadas con lo que ellas creen que es cariño, y que a veces es lo más parecido que han conocido”, cuenta. La operación policial andaluza le da la razón. Las escuchas capturan conversaciones de proxenetas con mujeres con las que mantienen relaciones sentimentales. En una, el hombre amenaza a una novia con que lo que le hace falta es que les den “caña”, unos golpes para que se quede “más suave que un guante”, necesita que le metan “una polla en la boca y le den unos pocos de bofetones”. Después de colgar, el hombre recibe un SMS cariñoso de otra prostituta con la que también se acuesta.
Prostitutas exhibiéndose para los clientes en un club. / GILLES MINGASSON (GETTY IMAGES) |
Pese a una tristeza que le arquea los hombros al hablar del tema, Luis intenta ser positivo: “De los miles de mujeres con las que he trabajado, habrá logrado salir una docena”. El cálculo es demoledor, pero para quien ha palpado el espanto de la trata, colaborar en el rescate de 12 personas es un logro. Él ya no espera mucho más. A veces los controles y las operaciones sirven para que las condiciones en los clubes mejoren o para que algunas mujeres dejen las redes y ejerzan la prostitución autónomamente, y eso le parece un pequeño avance. “Es un mundo de abusos. Las ves con 40 y están hechas polvo después de años pagando la deuda que les imponen. Adicciones, intentos de suicidio, enfermedades… Por mi experiencia, pueden intentar salir las que llevan poco tiempo con la red, son jóvenes y tienen esperanzas. Las otras es casi imposible”.
Los que han convivido más tiempo con la trata han asumido lo excepcional que es ver a una víctima escapar. Lo atestigua Sònia Martínez, alcaldesa por CiU de La Jonquera, una de las localidades de España en las que la prostitución está más presente como consecuencia de los macroprostíbulos en la frontera con Francia que proveen de diversión a clientes de los dos lados de la línea, a los que no les preocupan las historias de horror recogidas en los sumarios judiciales: golpes, extorsión, esponjas en la vagina para seguir rentando durante la menstruación… Martínez se ha enfrentado decenas de veces a la negativa de las mujeres a alejarse de sus proxenetas. “Nunca aceptan. Les proponemos otro trabajo, pero en esta comarca lo que hay para ellas es limpiando o en restaurantes muchas horas y poco remuneradas, y nos dicen que con esos sueldos no pueden. A veces no les llegan para cubrir sus necesidades si tienen hijos o se han metido en gastos”.
Nos aleccionaban para que dijéramos que estábamos de forma voluntaria o atacaban
a nuestras familias”
Precariedad en el camino
Isela sí consiguió marcharse. Tras este nombre falso se encuentra una rumana de 26 años que se presta a una entrevista en una casa de la ONG Proyecto Esperanza, en una zona de chalés madrileña. Isela está en la segunda fase del proyecto, cuando las víctimas salen del estado de emergencia y comienzan a construirse una vida autónoma en apartamentos con menor supervisión de las educadoras. Desde hace cuatro meses busca un trabajo “de lo que sea”, aunque preferiría en la hostelería. En Rumanía estudió filología románica. Su sueño es ser educadora, abogada o periodista.
Llegó al proyecto hace siete meses de mano de la policía. No sabía una palabra de español. Al principio en la casa se comunicaba con mujeres de África, China o América Latina “un poco en inglés, en italiano o con las manos”. Fueron días “fatales” para esta chica hiperactiva. “No conocía a nadie, tenía la cabeza muy mal, muy preocupada por mi familia, estaba histérica. Mi carácter es muy fuerte y la convivencia con algunas mujeres me parecía difícil: los olores, las actitudes… Pasaba muchas horas en la casa porque no me atrevía a salir, pero no entendía las reglas del piso”, cuenta. Su experiencia ilustra las dificultades de reunir a mujeres de edades, procedencias y niveles socioculturales distintos, muchas en estado de choque. Pero Isela se fue abriendo. “Después de estos meses, soy yo misma. Y en la casa he hecho amigas muy importantes para mí”. En España, de momento, ellas son su único apoyo social. “Necesito tiempo para abrirme. No hago amistades rápido”, cuenta. En sus ratos libres pasea por Madrid y lee libros de Verne y Federico Moccia. “Me gustan las historias de amor, aunque yo con los hombres soy…”, y hace un gesto indicando lo dura que se considera.
A pesar de su preparación universitaria, Isela necesitará paciencia para encontrar un trabajo que las estadísticas indican que no estará bien pagado. Según estudios de Proyecto Esperanza entre las mujeres con las que colabora, el 62% de las que encuentran empleo no llegan al salario mínimo interprofesional. “Muchas están abocadas al servicio doméstico”, cuenta Iris Rodríguez, coordinadora de intervención de la ONG y de nuevo mujer, como todas las trabajadoras que asisten a las víctimas de trata encontradas para este reportaje. “Las trabas burocráticas y la crisis alargan el proceso para independizarse. Antes, en ciertas provincias, a los 20 días ya trabajaban compaginándolo con la formación. Ahora la estancia en pisos de acogida se alarga por encima del año”.
La creciente precariedad no es solo consecuencia de la coyuntura económica. Los recortes sociales por la crisis y las trabas administrativas a los inmigrantes ralentizan la integración de las mujeres y actúan como disuasorio para alejarlas de las mafias. Sin papeles se cierra el acceso a derechos como la sanidad o a las formaciones ocupacionales a las que intentan derivarlas las ONG de acogida. Ni los cursos del Inem ni los módulos que se imparten en los institutos las aceptan. La oferta se reduce a un puñado de cursillos en sectores poco lucrativos, como limpieza o cuidados geriátricos.
Una víctima de explotación sexual en un taller de costura. / CRISTÓBAL MANUEL |
La urgencia por encontrar empleo es grande. A muchas mujeres siguen necesitándolas sus familias en el extranjero y les piden dinero, en ocasiones sin saber en qué estado viven en España porque ellas no quieren contar lo que les ha ocurrido, ya sea por miedo al estigma del sexo o, entre las que llegaron a Europa para prostituirse, pero no sabían que iba a ser en régimen de esclavitud, por no preocupar.
“Incluso en el caso de mujeres bien preparadas, es complicado que vuelvan a ocupar un puesto al nivel de su formación. Por un tiempo asumimos que trabajen en situación muy precaria, en la economía sumergida, porque les quita la ansiedad y les da confianza”, explica Beatriz Lorente, de SICAR, donde gestionan proyectos que incluyen prácticas de cajera o camarera. Las que tienen papeles y suerte llegan muchas veces a la economía formal, pero no siempre las empresas les ofrecen condiciones óptimas para arrancar una vida autónoma. Se ven entonces en un estado de semidependencia de los recursos públicos o sus parejas.
Ekaterina, de 31 años y rusa, explica sin abandonar una elegante sonrisa en qué se materializa esa precariedad. Lleva tres meses de dependienta en una tienda de Barcelona con un contrato indefinido “especial”, que no deja de ser “una gran oportunidad”, acota entusiasta. “Son 590 euros al mes por 30 horas semanales. Solo libro el domingo, y me pueden llamar a cualquier hora”. Ekaterina trabajaba de responsable de una tienda en su país y quiere volver a hacer lo mismo en España. Con unos modales suaves que no despistan de su carácter firme, asegura que está contenta pese a que las condiciones “limitan mucho”. Como no puede independizarse, vive en un piso de SICAR con su hijo. Cuando le preguntan qué quiere en la vida, yergue la espalda y habla convencida: “Un piso para mí. Y una hija más”.
Ha pasado dos años con la ONG, adonde llegó de la mano de la policía en condiciones “muy duras”, sin un solo objeto personal, nerviosa y hostil, y acompañada de dos amigas de las cuales una regresó a Rusia con ayudas públicas. “Después de todo lo que me había pasado no confiaba en nadie. No había razón para que me ayudaran”. Ahora solo le falta el permiso de residencia de su hijo, pero el proceso legal no fue sencillo a pesar del artículo 59 bis. “Lo pasé muy mal porque no me daban papeles y él estaba solo en Rusia. Tardaron nueve meses. Yo ya trabajaba cuidando a una persona mayor. Llamaba al niño por teléfono llorando y él pensaba que no quería traérmelo. La verdad es que hace falta ser fuerte”.
Cuando te pasa una cosa tan fuerte como la que me ha ocurrido a mí, valoras cada instante
en el que estás libre”
“En tres años hemos avanzado mucho, pero faltan aún cosas importantes”, cuenta Marta González, coordinadora de Proyecto Esperanza. Da fe de ello Marcela, que hace siete años fue tratada como una simple irregular. Un paso trascendente en la situación de las víctimas se dio en 2008, cuando todos los grupos políticos españoles coincidieron en lanzar el Plan Nacional contra la Trata, que, entre otras cosas, concedía estatuto de protección a las víctimas que denunciasen. Este plan concluía en 2012, y ahora que la Comisión de Igualdad del Congreso de Diputados está evaluándolo, parece que el consenso es igualmente amplio en que hay que ir más lejos, trasponiendo la directiva europea que asocia la protección no a la colaboración policial, sino a la identificación de la mujer como víctima de una violación de derechos humanos. El 6 de abril debería haberse implantado la directiva de la Unión Europa, según la cual la denuncia dejaría de ser necesaria para asistir a las mujeres. “Para adaptarse habrá muchos cambios en la legislación española”, asegura Marta González Vázquez, portavoz del grupo popular en la Comisión. “No se ha llegado al plazo del 6 de abril porque esto va a implicar a varios ministerios y reformas del estatuto de las víctimas, el Código Penal, el enjuiciamiento criminal… Pero estamos en ello”.
Las diferencias entre partidos se encuentran en la dotación económica para asegurar que la ley no quede en papel mojado, como asegura la oposición que pretende el PP. Ampliar la cantidad de víctimas reconocidas equivaldrá a más ayudas sociales y elementos políticamente controvertidos como los permisos de empleo. González explica que “es difícil calibrar cuánto se gasta ahora en los programas de apoyo a las víctimas” porque estos costes están transferidos en gran medida a las comunidades autónomas. Las únicas ayudas estatales son los dos millones de euros anuales que destina Asuntos Sociales a las ONG especializadas.
Hacia una vida autónoma
La calidad de las ayudas marca hasta qué punto las mujeres que escapan de la explotación pueden reconquistar una vida equilibrada. Iskra Orrillo, psicóloga de Proyecto Esperanza, considera que hace falta tiempo y dinero para recuperar mujeres, en muchos casos traicionadas por familiares, que han sufrido abusos bestiales, encierros y vejaciones: “El impacto para algunas ha sido tan fuerte que siempre les queda esa vulnerabilidad, pero son casos excepcionales. Con una buena atención, casi todas pueden retomar una vida normal”. En SICAR, 14 de las 101 mujeres que han asistido este año están en tratamiento psicológico y 2 han requerido del ingreso en un psiquiátrico.
En el otro extremo, Darya, de 33 años, ilustra una progresión perfecta. Trabaja de encargada en una tienda mientras estudia turismo e idiomas. “Quiero tener mi negocio y ganar dinero para viajar y ver sitios”, dice tímidamente. Tras entrar en SICAR, empezó de limpiadora sin contrato, pasó a dependienta y sigue subiendo en la carnívora escala laboral. Lleva dos años saliendo con un chico y desde hace unas semanas viven juntos. “En su piso, con hipoteca”, aclara. “Irme de la asociación ha sido como independizarme de los padres”, bromea. Se ha adaptado a la vida de una gran ciudad. Corre de un curso a otro y del trabajo al gimnasio. Habla de su vida con una mezcla de sencillez y trascendencia, como si fuera consciente de que tocando ciertas cuerdas las fuerzas oscuras siempre podrán despertar un demonio. “Cuando te pasa una cosa tan fuerte como la que me ha ocurrido a mí, valoras cada instante que eres libre. Los fines de semana no quiero dormir hasta tarde: quiero hacer cosas”. Darya, que obtuvo sus papeles en nueve meses, ha seguido varias formaciones. “Hasta hice un curso en catalán de agente comercial, ¡y fue tan difícil! Ahora sé que puedo con lo que sea”.
Las mujeres de la última red desarticulada en Andalucía trabajaban 12 horas diarias y dormían en los clubes
La mujer habla un castellano tan correcto que cuesta creer que proceda de la antigua URSS y que los primeros días, hace solo dos años, tuviera que comunicarse con las educadoras mediante dibujos. De rasgos aniñados, cuando se ilusiona desgranando sus proyectos juega con la trenza que le cae en el hombro izquierdo. En los momentos en que revive algún pasaje amargo mira al suelo y se le traban las palabras. Por ejemplo, al referirse a su llegada al centro de emergencias, cuando todo parecía negro: “Esos días yo solo rezaba mucho”, dice invitando a cambiar de tema. Habla de la amistad y apoyo que encontró en Ekaterina, a la que no conocía. Cuenta que ahora está leyendo libros de historia y escribiendo sobre las diferencias entre España y la ex-URSS.
Darya, Ekaterina, Marcela e Isela rompieron las cadenas invisibles. Lo consiguen unas pocas mujeres entre miles gracias a una mezcla de suerte, valentía y apoyo. Estadísticamente son un grupo ínfimo. Hombres y mujeres como Luis lo saben y aspiran a que eso cambie. Mientras, el policía se consuela con cada paso. “Recuerdo a una chica. Cómo estaba de destrozada cuando la encontramos y cómo la vi al cabo de un tiempo. Solo por eso, merece la pena”.
FUENTE: EL PAÍS - Con información de Javier Martín-Arroyo.
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