De acuerdo con el Informe Nacional sobre Desaparición de Personas, las mujeres constituyeron un 33% del total de los desaparecidos/as, de las cuales el 10% estaban embarazadas (un 3% del total). Por otro lado, a pesar de no contar con registros completos; se estima que un tercio de las personas que pasaron por los centros clandestino de detención y las cárcel éramos mujeres. Digo éramos porque voy a hablar en primera persona como parte del colectivo de detenidas durante el terrorismo de estado.
María Sondereger, investigadora a cargo de la cátedra de DDHH de las Universidad. de Quilmes, unos años atrás, abordó una práctica sistemática, que aparecía subsumida en la figura de tormentos, para empezar a hablar de Violencia Sexual. Ella explicaba: “Fue necesaria una transformación de los marcos sociales de memoria para que se empezaran a crear las condiciones para “nuevos” recuerdos: la incorporación de la perspectiva de género en la investigación de ataques sexuales en situaciones de conflicto armado o en procesos represivos internos permitió identificar una práctica reiterada y persistente de violencia sexual” y aquí hay un punto para aclarar; los ataques sexuales lo sufrieron hombres y mujeres pero los efectos fueron diferentes. En el caso de ellos buscaban destruirlo avanzando sobre aspectos que hacen a la identidad masculina, feminizándolo. Los detenidos poco hablan del tema, hasta donde se sabe no se cuenta con estudios específicos, pero hay coincidencia en afirmar que silencio se explica por la vergüenza. La vergüenza en las víctimas fue un sentimiento común, pero en nosotras, además, operó la Culpa, que no se evidencia en los hombres.
Para poder comprender la direccionalidad de los "castigos" aplicados a las mujeres detenidas y cómo operó culpa es necesario remitirse al discurso de la dictadura. Él reúne la mirada del catolicismo ultramontano, donde las mujeres somos la puerta de entrada al infierno (que sólo se redime con la maternidad y la sumisión al hombre); esta premisa se combina con las doctrinas contrainsurgentes que destilan odio al espíritu emancipatorio e igualitario de las revoluciones modernas. Los golpistas reforzaron la concepción patriarcal en las relaciones de género, consagraron un estereotipo de mujer ligado exclusivamente a su función procreadora cuyo papel principal debía ejercerse dentro de la familia, núcleo fundamental del orden y de conservación del statu quo. De acuerdo a este discurso, la mujer es mujer en tanto madre. Por ende las presas éramos doblemente transgresoras, no estábamos consagradas a lo hogareño ni éramos esposas convencionales, habíamos abandonado la reclusión en lo privado para lanzarnos a lo público y además cuestionábamos los valores del sistema político.
Al otro lado es bueno recordar que las instituciones militares son constitutivamente formadoras de guerreros como forma suprema de hombría, organizadas jerárquicamente, basadas en la subordinación por rangos, asentada en la sumisión de uno por otros e impregnadas por la violencia.
Esta caracterización la resalto porque desde ese lugar se disponía de nuestros cuerpos. Los castigos, torturas y la violencia sexual tenían intención disciplinadora sobre el conjunto de las mujeres.
En una investigación realizada por el Cladem e INSGENAR -Instituto de Genero y Desarrollo- de Rosario, volcada en el libro “Grietas en el Silencio”, se recabó el testimonio de 18 mujeres y 4 varones víctimas de violencia sexual. Fruto de ese trabajo, una de sus autoras, Analía Aucía, tipificó las prácticas inherentes a la violencia sexual que, simplemente, voy a enumerar: La desnudez continua; la humillación; el exhibicionismo; la lascivia; el forzamiento a la pornografía; la violación; el embarazo o aborto forzado y la esclavitud sexual son las prácticas que emergen de los testimonios recabados para la investigación.
Por su parte, en la misma obra, la psicóloga Cristina Zurutuza, se pregunta contra qué perfil de mujeres y quienes realizaban estas atrocidades. La inferencia es que la Violencia Sexual se ejerció contra el conjunto de las mujeres: adolescentes, casadas, adultas incluso mayores, con y sin militancia, incluso embarazadas. La practicaban: guardias, carceleros, miembros de los Grupos de Tareas, oficiales, tripulación, comandantes y hasta jueces militares.
La función apuntaba a “dejar de ser”. No sólo sacar información sino operar sobre la subjetividad para moldear un nuevo sujeto
Nosotras quedamos a disposición de las FFAA en Centros Clandestino de Detención y en cárceles; de los primeros, algunas quedaron con vida aunque los testimonios conocidos surgen de quienes fuimos legalizadas y trasladadas a penitenciarías. Las mujeres estuvimos concentradas en la Unidad de Devoto en Buenos Aires; casualmente, no hace mucho se conocieron disposiciones internas de ese centro, una de 1977 denominada “Recuperación de Pensionistas” y otra de 1979 que evidencian la finalidad sujetar los cuerpos apresados hasta en los más mínimos detalles. También la cárcel de Devoto, fue utilizada para mostrarnos como objeto de exposición, con motivo de llegada de Organismos externos de DDHH y la Cruz Roja para monitorear las denuncias internacionales.
De acuerdo a la lógica patriarcal, la guerra es para los hombres, como en toda guerra, las mujeres nos transformamos en un botín preciado para los dominadores. La combinación entre ser mujeres ostentadas y ser mujeres rehenes fortaleció la idea de la dictadura militar de asentarnos como trofeos propios.
En cuanto al sentimiento de culpa, enraizado en nosotras; los argumento esgrimidos por los agentes de aquel estado tenían ligeras variantes. A las madres apresadas se les atribuía haber cometido, prácticamente, un acto de “filicidio” por no haberse abocado a sus hijos e hijas y haber incursionado en política. Al resto de las mujeres se las culpaba de haber cometido actos de abondono y deserción respecto de otros vínculos como el de hija, esposa o hermana.
En un espacio de reflexión las ex presas políticas concluimos en que
“lo que buscaban los militares era hacernos creer que nosotras buscábamos la muerte, eramos las que nos hacíamos torturar, las que abandonábamos a nuestros bebés y a nuestros deberes y responsabilidades como mujeres, como madres, como miembros de una familia de origen y la constituida por decisión propia”. Paralelamente rondaba la percepción de que nos violaban porque nosotras, en cuerpo de mujer, éramos una tentación irrefrenable. Muchas cargaban con esa culpa.
Para completar el panorama diré, que el discurso adoptado por la represión hacía y hace una exaltación de la maternidad, pero a la vez se ejerció una operación de exterminio sobre las militantes madres, apropiándose inescrupulosamente del linaje de niños y niñas nacidos en CCD. Si bien en la cárcel legal esta subversión de sentidos no tomó esa forma extrema, también el centro de la mortificación coincidió con la pauta de género, ya que si una mujer podía emular a los hombres en la lucha y en las cuestiones de estado, debía ser confinada, obstruidas sus facultades intelectuales, y retirados sus pequeños hijos o hijas, aún lactantes, de las celdas o despojadas de su descendencia.
Entre las ex detenidas persiste el ocultamiento y el silencio sobre la violencia sexual sufrida en aquella etapa; quienes estamos dispuestas a hablar de esto, encontramos en la palabra la posibilidad de liberarnos de lo sucedido; pero, a la vez, sostenemos que quienes pertenecieron al aparato represivo deben ser juzgados por violación, no solo por tortura, porque muchos violaron y otros fueron cómplices de esos ataques, todos lo sabían.
Finalmente, aunque perdurarán por siempre las cicatrices, creemos que la reparación llegará con la Justicia.
FUENTE: Sofía D’Andrea es periodista argentina. Este fue el texto de su ponencia en el panel “Lesa Humanidad: delitos contra la integridad sexual” organizado por la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Universidad de Congreso, Mendoza 26 de marzo de 2013
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